NO SE TRATA SOLO DE CREER, SINO DE PERMANECER
Dice Juan 8:30
“Hablando él estas cosas, muchos creyeron en él”.
Por las palabras de este verso podemos decir que, muy seguramente el Señor Jesús predicaba, y luego muchos creían en lo que Él decía. Ahora bien, sabiendo el Señor que “creer” no es el fin del camino, sino solo el principio, dijo lo siguiente:
“…Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:31).
El Señor confrontó a los creyentes diciéndoles que hay algo más que creer.
Hay creyentes que oyen la palabra, la creen, y reciben la Vida Eterna por medio de ella, pero no permiten que siga operando en sus vidas. Cuando recibimos la palabra inicialmente, ella nos invita a creer en Jesús, pero después quiere lavarnos como lejía con el fin de restaurarnos interiormente. Hay muchos que se conforman sólo con creer en Jesús como Su Salvador, pero después le ponen un límite.
La figura de lo que la palabra quiere hacer en nosotros es como cuando el Señor encontró a Zaqueo. El Señor Jesús vio a este hombre subido en un árbol, le dijo que bajara de allí porque le era necesario ir a su casa, y Zaqueo lo recibió aquel día. Ahora bien, la influencia de Jesús en la vida de Zaqueo lo impactó tanto, que no sólo creyó en Él, sino que le dio espacio para obrar en su vida, él dijo que a cualquiera que hubiera estafado le iba a devolver el cuádruple. Este ejemplo nos muestra que cuando la palabra viene a nuestras vidas, ella es activa, viviente, transformadora. Por eso dice Hebreos 4:12
“Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. v:13 Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta”.
La palabra de Dios es capaz de producir cambios en el corazón del hombre, toda vez y cuando permanezcamos en ella. La exposición y la permanencia en la palabra es como la gota constante sobre una piedra, que tarde o temprano le hará mella.
Para ser salvos eternamente debemos creer a la palabra, pero para ser transformados debemos permanecer en ella. Una cosa es ser un creyente en Jesús, y otra cosa es ser un discípulo, y de igual manera serán los efectos. El buen discípulo no sólo debe creer, si no debe mantenerse escuchando día tras día la voz del Hijo.
La palabra es activa cuando viene a nuestra vida, la mayoría de veces nos hace pagar un precio altísimo por lo de Dios. La palabra viene a destruir nuestros planes, nuestra vida, nuestros deseos, y no nos deja vivir a nuestras anchas en ningún momento. La palabra es como el buen padre, él va a estorbar a sus hijos, los va a corregir, los va a privar de muchas cosas con tal de instruirles para bien. Así es Dios con nosotros, Él no nos quiere dejar cimarrones, Él quiere transformarnos a Su imagen y semejanza, y por esa razón nos ha dejado Su Palabra. Desde el día que nos convertimos al Evangelio, Dios nos tomó por hijos, y Él se ha propuesto hacer algo maravilloso en nuestras vidas. El apóstol Pablo dijo:
“estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”
(Filipenses 1:6)
Dios no está quieto con respecto a nosotros, Su Palabra siempre está activa queriendo transformarnos.
Si nosotros queremos experimentar una transformación en nuestro ser, debemos convertirnos en discípulos de la palabra, ese es el método que Dios nos ofrece para propiciarnos un cambio. Esto es como cuando una olla está llena de grasa, lo mejor es dejarla remojando en jabón para que la grasa se afloje; pero si no se hace de esa manera, inevitablemente hay que rasparla para limpiarla. Más o menos como este ejemplo es lo que el Señor nos ofrece; el método más eficaz para ser transformados es exponernos día con día ante la palabra, pero si no lo hacemos Dios empleará otros métodos más dolorosos. Seamos fieles ante la Palabra, y dejémonos suavizar por ella. No podemos evitar el dolor en nuestra vida, eso es inevitable, pero el golpe no es tan duro cuando hemos permanecido ante la palabra. Dice Isaías 66:2
“… miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra”.
En Juan 8 vemos que hubieron personas que creyeron en el Señor pero no quisieron permanecer en la palabra. Éstos le respondieron al Señor de la siguiente manera:
“Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?”
(Juan 8:33).
Ellos no aceptaron la palabra del Señor, se sintieron ofendidos por lo que Él les había dicho. Éste es un gran problema que tenemos los hijos de Dios, creemos en Él pero no aceptamos lo que nos dice a través de Su Palabra. A veces leemos La Escritura, o escuchamos una prédica, y creemos que esa palabra es para el hermano que está a la par, pero rara vez creemos que es para nosotros.
Nosotros empezamos a cerrarnos a la palabra cuando ponemos nuestra razón por encima de las propuestas divinas. A veces Dios nos dice que somos tercos, y en nuestro interior repelemos esas palabras porque creemos que no lo somos. ¿A quién le vamos a creer, a nuestro corazón, o a la palabra de Dios? Dice Jeremías 17:9 “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” La peor desgracia del ser humano es su mismo corazón.
Hay un coro que nosotros cantamos que dice: “¿Adonde puedo ir? ¿Adonde? ¿En donde puedo estar seguro de mi mismo?, ¿En donde puedo esconderme siendo yo la presa pero también el cazador?…” Las palabras de este coro nos dicen una tremenda realidad, nos advierten que el mayor peligro que corremos es por causa de nosotros mismos. La palabra llega a nuestras vidas para hacernos ver nuestra realidad, nos muestra que somos llaga podrida, que nada bueno hay en nosotros.
Cuando los creyentes de Juan 8 escucharon la palabra del Señor, se sintieron ofendidos por lo que Él les dijo, no le dieron cabida al mensaje en sus corazones; al contrario, cuestionaron al Señor, y le dijeron: “¿Cómo dices tú: Seréis libres?” Ellos inmediatamente cambiaron el sentido de las palabras del Señor, tomaron el mensaje desde una perspectiva política. Estos creyentes judíos se refugiaron en el hecho de ser linaje de Abraham, y de que jamás habían sido esclavos de nadie. Estaban tan ciegos a causa de su corazón endurecido, que no se daban cuenta que en ese preciso momento eran esclavos de Roma, y sobre todo, eran esclavos de las pasiones del alma. Ellos no recibieron el mensaje del Señor bajo ningún punto de vista.
El primer gran conflicto que afrontamos en el Evangelio, es cuando la palabra no puede hacer mella en nuestros corazones a causa de que ponemos nuestra razón por encima de las razones divinas. No le discutamos a Dios, si Él dice que necesitamos ser libres es porque estamos en esclavitud. No nos creamos más sabios que Dios, Él tiene la razón en todo. En el antiguo tiempo hubo un hombre justo, íntegro, que buscaba a Dios, pero su problema fue argumentar ante la sabiduría divina. Los amigos de Job lo llegaron a ver y se estuvieron con él siete días sin decir palabra alguna. Después del séptimo día los amigos de Job empezaron a hablar, y cada vez que uno de ellos le decía algo, él los rebatía con argumentos. Job nunca aceptó un consejo de sus amigos, hasta que Dios mismo tuvo que dejarlo callado, mostrándole la bajeza humana y la inescrutable sabiduría divina.
Hermanos, no solo se trata de creer la palabra de Dios, sino de permanecer en ella. Cada vez que nos acerquemos al Señor, creamos lo que Él nos dice, aceptemos la palabra como tal, no la dejemos en tela de juicio. Si el Señor dijo que al hacernos discípulos de la palabra seremos libres, pues, así será; no tenemos porqué dudar o juzgar lo que Dios ya ha dicho.
Apóstol Marvin Véliz
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